
El agudo conflicto entre Podemos y Sumar resulta difícil de entender para un observador externo. Se suele achacar, por lo general, al afán de protagonismo de los unos o de los otros, a los juegos de poder, a la dificultad de gestionar la pluralidad, a la complejidad de repartir puestos entre las distintas corrientes… incluso a egos, enemistades y rencillas personales.
Las dimensiones del desencuentro, entre fuerzas en apariencia similares, no son fáciles de comprender. Para subrayar las semejanzas entre ellas, se argumenta que sus alternativas son coincidentes -nos aseguran algunos- hasta en un 90%.
Es imposible confirmar esta última afirmación. Sumar, más allá del período de escucha y de sus continuas apelaciones al diálogo, no ha detallado aún sus propuestas. Pero quienes han creado Sumar no son nuevos en plaza, tienen detrás una considerable trayectoria y los mimbres con los que pretenden hacer el cesto son bien conocidos. Por lo tanto, creo que se podría dar por buena la similitud de alternativas entre los unos y los otros. Eso facilitaría el acuerdo.
En todo caso, a juzgar por sus líneas de actuación y lo que tienen escrito, todas las corrientes implicadas -tanto Podemos como las organizaciones reunidas en torno a Sumar- se mueven en el ámbito de lo que habitualmente denominamos socialdemocracia. Se podrían añadir a esa etiqueta los matices y adjetivos que desee cada cual. Las políticas que defienden pueden ser más o menos radicales, o tener miradas o prioridades parcialmente distintas. Pero ninguna se despega de la defensa del estado de bienestar, de esa línea calificada históricamente como reformismo socialdemócrata. Sobre el papel, al menos.
Ocurre que de ese mismo territorio -la socialdemocracia- se reivindica también el PSOE. Y de ahí la necesidad de toda organización que pretenda mantener su independencia de marcar sus propios perfiles frente a un competidor de mayor tamaño que actúa en un espacio similar. Es perfectamente comprensible. Y sería aplicable tanto a Podemos como a Sumar.
En ocasiones, esos perfiles se han subrayado alejándose de ciertas políticas del Gobierno -emigración y control de fronteras, la invasión de Ucrania por el ejército ruso…- que afectan a aspectos que consideran sustanciales de su identidad. Me limito a constatarlo, no entro en el análisis de los contenidos.
Los perfiles propios se han ido dibujando también con líneas críticas y polémicas sobre otras cuestiones. Pero para ello han utilizado estilos divergentes: más broncos y agresivos los de Podemos, más suaves y dialogantes los de Yolanda Díaz. ¿Las diferencias, en conclusión, se reducen a la distancia entre una sonrisa y un gesto destemplado?
La imagen y las formas juegan un importante papel en la política actual. No conviene subestimarlas. La de ahora es una política de flashes y gestos.
Pero pudiera ser, además, que subjetivamente hubiera mayor distancia entre ellos de la que muestran los análisis en frío. En las viejas izquierdas de otros tiempos era habitual trazar una estricta línea que separaba a los revolucionarios de los reformistas: de un lado, quienes querían cambiar las cosas de verdad; de otro, los que solo intentaban lavarle la cara al sistema. Y uno tiene la molesta sensación de que todavía hay quienes siguen operando con esas categorías heredadas del pasado.
Hay que reconocer, los datos son innegables, que Podemos ha sido perseguido por ciertos poderes, desde la policía patriótica hasta diversos intentos de incriminación judicial. Y que eso contribuye a reforzar su auto percepción de ser los verdaderos enemigos de los poderosos, los que los combaten de verdad. Tampoco conviene olvidarlo.
Casa tomada es un cuento de Julio Cortázar publicado en 1946 en una revista dirigida por Borges y recogido después en Bestiario (1951). Cuenta la historia de una pareja de hermanos que viven en un viejo caserón colonial en Buenos Aires. Ruidos y murmullos imprecisos los convencen de que hay alguien dentro de la casa y van abandonando las estancias que consideran tomadas por los intrusos. Su territorio es cada vez más exiguo. No se enfrentan al conflicto, ni llegan nunca a aclarar en qué consiste la potencial amenaza. La lógica no cabe frente al miedo. Se repliegan más y más, hasta acabar por marcharse del caserón y tirar la llave por una alcantarilla.
Podemos ha comprobado que en lo que creía ser su casa han ido ganando terreno los extraños. Un largo proceso desde su fundación, aunque en su caso muchos de los intrusos procedan de sus propias filas. No sabemos lo que harán, si se resignarán a compartir habitaciones o elegirán el repliegue y se irán a la calle.
Si las decisiones humanas se tomaran de manera exclusivamente racional, el desenlace sería evidente: los dos ganan con la unión, ambos pierden con la división. Mayor pérdida, seguramente, para Podemos: ni Irene Montero ni Jone Belarra tienen el tirón electoral de Yolanda Díaz.
Pero no se pueden obviar otras cuestiones. Las emociones y las convicciones también entran en juego. Pesa la sensación de que han invadido tu territorio, de que te arrinconan, de que todos se unen contra ti para arrebatarte lo tuyo… O el vértigo de formar parte de una alianza que no diriges, que queda en manos que consideras tibias, para colmo. O la tentación épica de imaginarse manteniendo firme el estandarte revolucionario frente a la dejación de los reformistas. Los únicos, en solitario.
Así que no hay nada escrito, me temo. Tras las municipales y autonómicas sacarán cuentas los unos y los otros. La izquierda de la izquierda sabe diseñar sus propios fracasos. Es muy capaz de ponerse zancadillas ella sola, manteniendo -eso sí- la cabeza y el puño bien altos.