
En el lenguaje políticamente correcto, las comunidades indígenas de América han pasado a ser denominadas como los pueblos originarios.
Quienes los nombran de esa manera -nos explican algunos de ellos- pretenden evitar el uso del término indio, que consideran colonialista y etnocentrista. De paso, por motivos no tan evidentes, desplazan el de indígena, que era el más usual hasta no hace demasiado tiempo. Aunque indígena y originario sean prácticamente sinónimos, por cierto, basta consultar el diccionario para comprobarlo.
El lenguaje sirve -debería servir, al menos- para entendernos. No es fácil dar con el nombre adecuado para la cosa. En multitud de ocasiones, incluso desconocemos de dónde proceden las palabras que utilizamos. Bastaría para comprobarlo la disparidad de hipótesis que aparecen en los diccionarios etimológicos sobre bastantes términos. Provengan de donde provengan, al final es la propia realidad la que acaba cargándolos de significado, hasta conseguir que identifiquemos la palabra con lo que nombra.
Las diferentes etnias, tribus y civilizaciones que poblaban el continente que hoy llamamos América no tenían un término que los designara a todos en común. Comprensible, porque la conciencia de poseer cierta unidad grupal solo se despierta por el contraste con un grupo diferente. Y eso no sucedió hasta que otras gentes llegaron cruzando el océano. Rostros pálidos frente a pieles rojas, por utilizar los clichés que hemos oído tantas veces en el cine.
Como esos primeros europeos que alcanzaron esas tierras creyeron estar en La India, denominaron indios a sus pobladores. Un tremendo malentendido. Un error colosal. ¿Colonialista? Está puesto por foráneos, desde luego. Pero, a su vez, es la prueba palpable del limitado conocimiento del mundo que poseían aquellos navegantes.
Algo similar ocurrió con el nombre del continente. Cuando empezó a generalizarse la convicción -luego la certeza- de que eran nuevos territorios, junto al de Las Indias se usó el término de Nuevo Mundo, hasta que acabó por imponerse América, por Américo Vespucio un navegante y comerciante florentino que estuvo entre los primeros en señalar que aquellas tierras eran un continente distinto. Así ocurre muchas veces. Circunstancias fortuitas y un cúmulo de casualidades hacen que llegue a triunfar una u otra fórmula. Aunque sea tan arbitraria como en el caso de América. ¿Deberíamos cambiar de nombre al continente por su origen extranjero, colonialista y etnocentrista?
Cuando aplicamos lo de pueblo originario a las comunidades indígenas americanas, estamos señalando -de manera indirecta- al resto de sus habitantes como venidos de fuera, como foráneos, como advenedizos. Y ocurre lo mismo si los llamamos indígenas o aborígenes. Señalar que ya estaban allí cuando llegaron los otros es un dato histórico indiscutible. Y en él se fundan esas denominaciones. Pero si lo trasladamos a la esfera política no me parece demasiado relevante.
América es hoy en día un puzzle de gentes de muy diversas procedencias (Europa, África, Asia) llegados -o traídos a la fuerza- en distintas épocas. Con un pronunciado nivel de mestizaje, en Latinoamérica sobre todo. ¿Cuánto tiempo hay que residir en un lugar para ser considerado de allí? ¿Cuántas generaciones? ¿Qué porcentaje de sangre indígena cuando lo generalizado entre la población es la mezcla? ¿Y alguien piensa de verdad que los pueblos originarios son los mismos que hace 500 años, que se mantienen idénticos a sí mismos a través de los siglos?
La historia de la humanidad ha sido -y sigue siendo- una continua peregrinación a la búsqueda de nuevos territorios que colonizar, o en los que vivir y progresar. Por tanto, lo de originario, en términos históricos, exige siempre ponerle fecha, aunque el abanico sea de miles de años. Se considera que los indígenas americanos son descendientes de poblaciones asiáticas que atravesaron el estrecho de Bering en épocas de glaciaciones. Y, a su vez, se da también por seguro que la totalidad de homo sapiens procedemos de África. Así que los pueblos originarios de América proceden de Asia y, yendo aún más atrás en el tiempo, de África, del mismo continente de donde venimos todos.
Pueblos originarios, comunidades indígenas, indígenas americanos, pueblos amerindios, civilizaciones precolombinas… No me convence la pretensión de imponer una determinada terminología. ¿Deberíamos decir, acaso, películas de pueblos originarios y vaqueros? ¿Es también incorrecto hablar de indianos?
Lo que sí tiene sustancia es que los pueblos originarios -y sus élites, que ya las había- fueron vencidos y sometidos por quienes procedían de Europa, de entre los que surgieron nuevas clases dominantes. En algunos casos, la población autóctona fue exterminada. La historia es sumamente cruel.
La cuestión no es diferenciar a los autóctonos de los de fuera. Ni reivindicar la vuelta a un pasado idílico que nunca existió. Los paraísos originales son mitos. Como la pureza de las identidades.
Lo que importa es afrontar la realidad. Lo trascendente -y doloroso- es que, a pesar de los siglos transcurridos, muchas comunidades indígenas siguen viviendo en condiciones lamentables.
Que los indígenas americanos sean ciudadanos de primera -en sus países y en el mundo global en que vivimos- es de justicia elemental.
Y conseguirlo exige hechos, acciones, acertar con la vía adecuada para avanzar. Poco añade enredarse con el uso de una u otra terminología.