El jueves 4 de mayo se cumplen cuarenta años. Vuelvo a publicar el relato sobre Dolores, Loli la llamaban sus amigas, que escribí hace ya siete u ocho años.
La memoria, ese incómodo huésped que nos hace humanos.

Dolores, en tres fragmentos
Uno
Si llegué a conocer a Dolores fue porque coincidimos en la misma clase en la Escuela de Magisterio de Bilbao.
Acababa de morir el general Franco y estaba ya escrito en el aire que la dictadura no podía durar mucho más. El gobierno se tentaba la ropa, atrapado entre el continuismo y la inminencia del cambio, y había concedido una primera amnistía en los centros universitarios. Con ello, se me había abierto la posibilidad de retomar los estudios.
Me habían expulsado de la universidad dos años antes, importa poco recordar aquí los motivos. Llevaba desde entonces trabajando en lo que caía y, tras ser amnistiado, decidí matricularme en Magisterio, porque tenía en la cabeza acabar cuanto antes los estudios. Quería abrirme camino en la vida, conseguir un trabajo que me diera mayor autonomía y dedicar mi tiempo a todo aquello que me apasionaba. Pensaba, además, que la mediocre universidad franquista tenía bien poco que enseñarme.
Comencé en enero, con el curso escolar más que empezado, y en pocas semanas ya le había tomado el pulso al centro. El ambiente de los pasillos y del bar; los diferentes grupos de la izquierda política, todavía ilegales y moviéndose en la penumbra, cada uno con su cartilla para solucionar todos los problemas sociales; las interminables reuniones y asambleas; las escapadas a la costa a disfrutar del día soleado o a cualquier garito en el que tomar alcohol mientras arreglábamos el mundo o iniciábamos un romance de una sola noche o para toda la vida… Sentíamos que giraba la rueda de la historia, que lo que ocurriera en esos años iba a marcar el rumbo del país para las siguientes décadas y nos deslumbraba la ilusión de ser protagonistas del cambio.
Las clases eran relativamente reducidas, de entre treinta o cuarenta alumnos, y era inevitable acabar por tener cierta relación con todos ellos. En la mía estaba Dolores.
En aquellos años de la transición, los grupos de activistas cultivábamos una estética del abandono, una curiosa mezcla entre lo hippie y lo cutre, que habíamos conseguido extender, en alguna medida, al grueso de los estudiantes: barbas y melenas descuidadas, jerséis amplios y deformados, pantalones de campana, faldas largas y cargadas de volantes que impedían reconocer el volumen de los cuerpos… La pintura de labios o el maquillaje estaban prácticamente proscritos. Vivíamos tan imbuidos de nuestra propia importancia que teníamos que demostrar públicamente que no malgastábamos nuestro valioso tiempo en frivolidades.
Dolores respondía a unos patrones radicalmente distintos. Llevaba los labios pintados de rojo intenso, el pelo teñido de rubio, el rostro muy maquillado… Y aún iba más lejos: se pintaba las uñas de los pies. Se las pintaba de un rosa ingenuo, infantil, de ese tono pastel en que podemos imaginar los vestiditos de fiesta de una muñeca de trapo. Con las uñas así pintadas, de sus pies diminutos parecían brotar lengüecillas entre los agujeros de sus sandalias, como en una burla congelada. Se vestía con ropas y faldas de colores vivos. Pequeña, gordezuela, caminaba a pasos cortos sobre sus exagerados tacones. Sonreía con timidez y a menudo estaba sola. Apenas la veía hablar con alguien.
Era tan distinta, tan diferente a nosotros… Resultaba tan llamativa como una flor de plástico sobre la ceniza. Parecía venir de otro mundo, de unas coordenadas vitales que poco o nada tenían que ver con las nuestras. Alguna vez me pregunté por su vida, pero el pellizco de curiosidad sucumbió enseguida ante el vértigo cotidiano. Era como si Dolores habitase un universo paralelo y no existiera entre nosotros ningún punto posible de encuentro.
Una tarde, sin embargo, la caprichosa vida nos colocó frente a frente. La vieja escuela de Magisterio de Bilbao estaba construida sobre la falda del monte y unas larguísimas escaleras en zig-zag la comunicaban con el barrio de Deusto. Esas escaleras eran la única manera de acceder caminando a la escuela, así que, pese a su longitud y la considerable pendiente que salvaban, eran muy frecuentadas por los estudiantes. Cierto día, bajábamos por ellas un grupo de amigos una vez acabadas las clases, cuando nos encontramos a Dolores sentada en un descansillo. Lloraba desconsoladamente, mientras se frotaba un tobillo. Nos detuvimos a ver qué le pasaba. Contestó con gran esfuerzo. Costaba entenderla porque el hipo le entrecortaba la voz. Se le había roto un tacón, se había hecho daño en un tobillo y allí se había quedado atascada, sin saber qué hacer. Una nimiedad, una pequeña anécdota sin importancia, una tontería que puede hacer que el mundo se nos caiga encima si no tenemos a nadie en quien apoyarnos, que nos dirija unas palabras de ánimo o que disipe la tensión con una broma. Era una situación francamente ridícula, pero desagradable para enfrentarla solo. Y Dolores, ya lo he dicho, casi siempre estaba sola.
Creo que fue la primera vez que nos miramos a los ojos, ella a nosotros y nosotros a ella. La rara, la diferente, era de carne y hueso y lloraba como cualquiera. No sé qué pensaría Dolores en aquel momento y si, en alguna medida, cambió su manera de vernos.
Ni siquiera discutimos qué hacer. Sin pensarlo dos veces, uno de los nuestros, el más sensible o decidido o animoso, la tomó en brazos como haría un caballero con la princesa de sus sueños y cargó con ella escaleras abajo. El resto del grupo caminamos detrás como si formáramos parte del cortejo. Dolores protestó débilmente, ese tipo de protesta formal, casi obligada en esas circunstancias. Mi amigo la tranquilizó y siguió adelante, hasta depositarla en una parada de autobús. Aquella vez la sonrisa de Dolores siguió siendo tímida, pero cargada de gratitud. Entre alguno de los nuestros había lugar para la compasión.
Tampoco aquel incidente cambió nuestras relaciones con ella. Tal vez un cierto reconocimiento mutuo, a lo mejor una mirada más personal. Poca cosa, la verdad. Dolores siguió siendo esa chica extraña, callada y llena de color, que habitaba entre nosotros.
Para el siguiente curso, no sé exactamente por qué, Dolores y yo no estábamos ya en la misma clase y perdí todo contacto con ella.
Dos
No volví a saber nada más de ella hasta siete u ocho años más tarde, cuando Dolores vino a la escuela donde yo trabajaba para hacer la sustitución por enfermedad de una profesora titular.
Los tres años de magisterio habían pasado volando. Acabé los estudios en junio y para finales de septiembre o comienzos de octubre estaba ya trabajando en un centro público con contrato para todo el curso escolar.
En aquellos tiempos las escuelas estaban a rebosar. La población había crecido mucho gracias a la oleada de emigrantes llegada al país vasco en la década de los sesenta. Ahora esa emigración joven se había asentado y tenía hijos. La demanda de maestros era insaciable. Las escuelas crecían como hongos y se trabajaba muchas veces en condiciones precarias.
Eran años de plomo. La reforma política seguía adelante dando tumbos, de sobresalto en sobresalto. La sangre lo salpicaba todo. Mataban los grupos de ultraderecha, ligados muchas veces a las alcantarillas del estado. Mataba la policía -aún apestaba a franquismo- torturando en las comisarías o disparando contra manifestaciones de protesta. Y, sobre todo, mataba ETA, entregada en cuerpo y alma a construir el camino hacia la independencia de la patria vasca empedrándolo de cadáveres. Habían decidido que amontonar muertos era la manera más eficiente de impedir que se asentara la democracia y conseguir que el ejército se aviniera a negociar con ellos.
Así que no había semana sin noticia de sangre, las huelgas generales se sucedían y Euskadi semejaba un polvorín siempre a punto de estallar.
Yo formaba parte de una generación que quería cambiarlo todo, y, como no podía ser de otra manera, también la educación. Éramos muchos y éramos jóvenes. Organizábamos huelgas y manifestaciones. Poníamos los centros patas arriba. No nos dábamos por satisfechos hasta conseguir dar algún paso y éste servía de apoyo para el siguiente. Éramos grupo. Grupo para luchar o para discutir, pero también para disfrutar, salir de noche o beber hasta perder todo control.
Dolores llegó a mi escuela para hacer una sustitución, lo que significaba tener tan sólo unas pocas semanas de trabajo por delante. Seguía con empleos precarios, hoy aquí, mañana allá, alternándolos con períodos de paro. Para entonces, casi todos los miembros de nuestra generación de magisterio habían conseguido trabajos más o menos estables. Para mí, por ejemplo, sería ya el quinto año seguido que trabajaba todo el curso escolar. Pero para Dolores nada parecía fácil. Era como si arrastrase una pesada carga que hacía que sus tiempos fueran más lentos, que cualquier cosa le costase más esfuerzo que al resto. Otros aprovechábamos la fuerza de las olas para llegar más rápido y más lejos. Ella parecía condenada a nadar contra la corriente, chapoteando en un mar ajeno.
Físicamente apenas había cambiado. Seguía con su aspecto de muñeca, sus vestidos de colores, sus tacones de vértigo, su melena teñida de rubio y su exceso de maquillaje y de rojo de labios. Pensé incluso que llegaría a ser de ese tipo de mujer pequeña y de rasgos algo infantiles que se instala en un punto indefinido entre los veinticinco y los cincuenta años y de las que es imposible adivinar la edad. Y seguía estando sola. Claro que, trabajando en la misma escuela, era inevitable cierto grado de contacto, más aún cuando nos reconocíamos, al menos, por haber estudiado juntos. Sin embargo había un nosotros, una vida de grupo, un círculo de relaciones en el que jamás se llegó a incluir. Pensé que sería por timidez o tal vez porque ni siquiera llegamos a interesarle.
Entre lo poco que conocí sobre su vida, entre la escasa información personal que nos proporcionó, estaba la de que se había casado. Nos contó que se levantaba todos los días hacia las seis de la mañana, mucho antes de que lo hiciera su marido, para lavarse el pelo, peinarse, maquillarse, pintarse los labios, vestirse y ponerse guapa. Quería que su marido la viera siempre hermosa y bien preparada. Que se fuera al trabajo llevándose una bella imagen de su mujer. Pensé que era un rito antiguo, de otros tiempos. Un gesto que podía denotar falta de confianza en sí misma o puede que también reflejara el papel que asumía en la pareja. Pero que, a pesar de lo fuera de época que nos pudiera parecer a otros, no cabía ninguna duda de que en él se transparentaba una de las múltiples formas que puede tomar el amor.
Dolores se marchó de la escuela y siguió siendo para mí una perfecta desconocida. Una desconocida enamorada, seguramente. Me pregunté si al fin habría dado con algo importante para ella, con alguna de esas pequeñas cosas que alimentan la breve chispita que nos pertenece entre la inmensa oscuridad de la nada.
Tres
No volví a verla nunca más.
Tan sólo unos meses más tarde, fue la prensa la que nos trajo sus últimas noticias.
Ocurrió en la mañana del 4 de mayo de 1983 en cierto barrio de Bilbao. Un comando de ETA trató de secuestrar a un policía nacional. Lo esperaron en el garaje al que acudía cada mañana y, cuando ya lo tenían atado y amordazado, apareció un cabo de la policía junto a su esposa. Estaba visiblemente embarazada de seis o siete meses. El cabo desenfundó la pistola tratando de ayudar a su compañero y se inició un tiroteo. Entonces uno de los etarras descerrajó un tiro a quemarropa al policía que permanecía atado. La mujer recibió tres balazos -en el cuello, en un hombro y en la cara- y su marido cuatro. Cuando ya estaban malheridos en el suelo, otro miembro del comando se acercó a ellos y los remató. Así murió Dolores, la mujer diferente, la chica que, en los años más oscuros de la transición, se pintaba de rosa las uñas de los pies.
Un testigo presencial daba detalles sobre los hechos. Cuenta que eran las ocho de la mañana y, como cada día, se disponía a sacar su coche del garaje. Aquel día había algo raro en el aparcamiento. «Noté una cierta oscuridad que no era la de todos los días». Nada más coger su vehículo, escuchó «como un sollozo o un lamento». Alarmado, se dio la vuelta y vio detrás del coche al cabo de policía y a su mujer, en un estado de gestación muy avanzado y por tanto evidente. En el momento en que empezó a dar marcha atrás, comenzó el tiroteo. A través de su espejo retrovisor, pudo ver los destellos de las armas. Después, vio cómo uno de ellos se acercaba a sus víctimas con la pistola en la mano. «Se agachó un poco y les disparó a una distancia muy corta», afirmó. «Vi que había dos cuerpos en el suelo y que los estaba rematando».
Impresionado por lo que acababa de presenciar, el testigo salió de su vehículo. Al hacerlo, uno de los terroristas trató de retenerlo enseñándole una placa de policía. Sin embargo, consiguió zafarse en un descuido de éste. Escapó corriendo «con el miedo en el cuerpo, me puse a cien, salí temblando de allí».
Tuvieron que pasar veintiocho años para que el autor de los disparos a quemarropa que segaron las vidas de Dolores, la criatura que llevaba en su vientre y su marido, fuera juzgado por ello. Según la policía, durante todo ese tiempo habría vivido en el sur de Francia y en diversos países de Sudamérica. Aseguran que cuando fue detenido formaba parte del comité ejecutivo de ETA.
Fue otro de los miembros del comando, el mismo que liquidó al policía atado e indefenso, quien le señaló como el autor de la matanza y añadió que le pareció «una salvajada» que lo condujo a abandonar ETA.
Pese a todo, el implicado negó durante el juicio su participación en el atentado, alegando encontrarse en Biarritz en aquel momento.
Fue condenado a 114 años de prisión.
Emocionante!!!
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